Las rabietas no son solo momentos difíciles para nuestros hijos; también lo son para nosotros.
Como madres, padres o tutores, no siempre es fácil mantener la calma cuando un pequeño se revuelca en el suelo o grita desconsolado.
Pero detrás de esas explosiones hay algo más profundo que el momento en sí: una oportunidad para transmitir seguridad, amor incondicional y confianza.
La importancia de tu seguridad emocional
Nuestros hijos nos ven como su refugio, su base segura, “lo más del mundo”.
Si en medio de su malestar nos ven perder el control, sentirnos desbordados o asustados por lo que les pasa, pueden llegar a una conclusión dolorosa:
“Si mis padres, que son tan grandes y fuertes, no pueden sostener lo que siento… entonces debe ser imposible”.
La calma no significa que no sintamos. Significa que nos damos un espacio para respirar, para sostenernos antes de sostenerles.
Cuando podemos transmitir serenidad, les mostramos que sus emociones, por intensas que sean, son seguras y pueden ser acogidas.
El ruido de fuera y el ruido de dentro
Acompañar una rabieta no pasa solo dentro de casa.
Muchas veces, lo más difícil es hacerlo bajo la mirada ajena: el juicio de un familiar que opina que “eso es manipulación”, la comparación con otros niños “más tranquilos”, o incluso las dudas que se despiertan al escuchar otros estilos educativos que prometen “soluciones rápidas”.
Ese ruido externo puede convertirse en ruido interno: culpa por no saber si lo estamos haciendo bien, miedo a estar “consintiendo”, o la sensación de que tal vez deberíamos reaccionar de otra manera.
Pero aquí es donde la confianza se vuelve esencial:
Confiar en que el acompañamiento respetuoso no es “dejar hacer”, sino estar presente.
Confiar en que cada niño tiene su ritmo y sus retos.
Confiar en que no educamos para la aprobación de otros, sino para el bienestar y el desarrollo integral de nuestros hijos.
Confiar también en ellos
En medio de una rabieta, puede ser fácil pensar que nuestro hijo “quiere llamar la atención” o “nos está poniendo a prueba”.
Pero la realidad es que, cuando un niño explota emocionalmente, está haciendo lo mejor que puede con los recursos que tiene en ese momento. No tiene mala intención, no busca dañarnos, no calcula cómo incomodarnos: simplemente no sabe aún cómo gestionar lo que siente.
Confiar en que están haciendo lo que pueden nos ayuda a cambiar la mirada: pasamos de “tengo que corregir esto” a “tengo que acompañarlo para que aprenda a regularse”.
Cómo empezar a acompañar las rabietas desde la calma
Acompañar en silencio: No siempre hace falta hablar; a veces, tu presencia tranquila dice más que mil explicaciones.
Respiraciones profundas: Antes de intervenir, respira tú. Tu sistema nervioso calmado es su mejor espejo.
Ofrecer un espacio seguro: Puede ser un rincón de calma en casa, tu regazo, o simplemente un lugar apartado donde pueda desahogarse sin peligro.
Nombrar lo que sienten: “Veo que estás muy enfadado” o “entiendo que te frustra que no sea como querías” les ayuda a poner palabras a la emoción.
Conocer sus necesidades: Hambre, sueño, exceso de estímulos… muchas rabietas se intensifican por necesidades físicas o sensoriales no cubiertas.
Priorizar el vínculo sobre la obediencia inmediata: No siempre la calma llegará en el momento; a veces, el aprendizaje se siembra y germina después.
Y si tú también te desbordas…
Es importante decirlo: nadie acompaña siempre desde la calma perfecta.
Habrá momentos en que nos frustremos o nos sintamos incapaces. No se trata de ser padres o madres impecables, sino de reconocerlo, reparar y seguir adelante.
Pedir perdón, explicar “me puse nervioso, pero no es tu culpa” y cuidarnos emocionalmente también educa.
Acompañar rabietas no es un reto que se “aprende” en dos días.
Es un ejercicio constante de autorregulación, de revisión de nuestras creencias y de práctica de la paciencia.
Es elegir, una y otra vez, transmitir a nuestros hijos que su mundo interior —incluso en sus momentos más intensos— es seguro en nuestras manos.
Porque cuando sienten que sus padres pueden sostenerles incluso en la tormenta, aprenden algo que les acompañará toda la vida:
No hay nada malo en mí por sentir intensamente; mis emociones tienen un lugar seguro donde ser escuchadas.
Paula Regojo
Psicóloga Clínica
M-40156